martes, 21 de agosto de 2012

Un simple desayuno


Aquel niño delgado, moreno y pálido, consiguió romper su ensoñación y despertó. Se despegó las sabanas en aquella mañana fría y gris del enero castellano. Cuando llegó a la cocina de su casa, no pronunció palabra alguna, se limitó a prepararse el desayuno. Ya era tarde y tenía que ir al colegio. Pero Juan, con ocho años, no era un chaval común para su edad. Tenía que prepararse todos los días el desayuno. Cuando terminó, se lavó la cara y los dientes y se apresuró a vestirse. Mientras se disponía a cruzar la puerta de su casa, se despidió de sus padres con un simple gesto con la cabeza. Algo raro había ocurrido esa mañana. Sus padres, sin haber sido nunca muy observadores, se dieron cuenta  de que la actitud de Juan, no era la de todos los días. No había pronunciado ni una  palabra antes de salir de casa y eso, perturbó a sus padres sin saber muy bien por qué.

De camino al colegio, Juan no se lamentaba de su suerte. Estaba triste, sí, pero con ocho años, Juan hacía mucho tiempo que no lloraba. Su carácter hacía que el enfado ahogara su tristeza. Sabía que vivía en injusticia y no lo soportaba. Marian, la madre de Paco, estaba esperando en el semáforo de siempre. Al principio, Juan recorría andando solo, los tres kilómetros que le separaban del colegio. Hasta que la madre de Paco, se dio cuenta de ello y sin preguntar, ni hablar del tema, le convenció para recogerlo todas las mañanas. Marian recordaba lo orgullosa que se sintió aquel día, no era fácil convencer a Juan.  Para lo joven que era, su carácter era muy fuerte. Se había acostumbrado a hacer las cosas por él mismo y no pedía ayuda y si se daba cuenta de que alguien sentía lástima por él, se enfadaba mucho, mucho y dejaba de dirigirle la palabra.

Ese día, cuando se encontraron en el semáforo, había algo diferente en el ambiente. Juan llegó, saludó cortés y educado como era costumbre, y se metió en el coche sin mediar palabra. Marian, notaba una expresión distinta en sus ojos. El brillo, de por sí natural en los azabaches iris de Juan, ese día brillaban aún con más fuerza. Para Marian, casi hasta rugían, pero no se atrevió a preguntar nada. Había cogido mucho cariño a ese niño y sabía que podría perder el trato que tenía con él, si husmeaba mucho en sus asuntos. Aún así, le dio mucha pena.

Llegaron al colegio y cuando iban a cruzar la verja de la entrada, se toparon con Asunción, una de las señoras de la limpieza. Asunción era una señora anciana, con la tez llena de arrugas. Hasta tal punto, que la belleza que se intuía habría poseído de joven, se había tornado en fealdad casi desagradable. Además solía ser muy gruñona y no despertaba demasiadas simpatías ni entre los niños, ni los padres, ni los profesores. Asunción, era una viuda de una guerra ya desconocida para muchos. Aquella mañana cuando Paco y Juan se cruzaron con ella por la entrada del patio del colegio, Juan se acercó lentamente con sus ojos rugientes, fijos en los de la mujer. Tan fijos, que incluso impusieron respeto a Asunción. Se acercó y le dio un abrazo cálido y fuerte a la vez. Cuando se separaron, Asunción estaba descolocada y una gota cristalina le surgía del lagrimar izquierdo. Juan susurró al oído de la anciana. -Sun (sorprendentemente así la llamó, otorgándole más cercanía al momento) ahora sé porque nunca sonríes, no has conseguido que nadie te quiera lo suficiente como para prepararte el desayuno. Dicho esto, Juan se fue hacia el edificio de primaria para comenzar la jornada escolar.

A Asunción, tanto le marcó el acto inesperado de Juan, que se echó a llorar. Desde entonces, Juan y Asunción desayunan todos los días juntos, incluido los fines de semana, a veces después van al parque o al zoo. Y sobre todo, nunca han dejado de sonreír. 

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